9 de septiembre de 2012

UN PASEO POR EUROPA (1ª parte)


Viajar es conocer. Viajar es conocerse. Compartir los rostros que no conoces y los que dejas atrás. Los que volverás a ver. Viajar es conocer a la persona con quién compartes el viaje, esa a la que nunca llegarás a conocer del todo. Aunque siempre la descubras un poco más. Y ese poco de descubrir cada día, que en los viajes es mucho, te regala inmensos motivos para seguir compartiendo las vidas mutuas. Que al final solo es una.

Censurar a las gentes que no viajan o que lo hacen según el plan previsto por otros que no conocen y acompañadas por otras gentes que tampoco conocen, es un asunto demasiado manido por los que hacen justo lo contrario. Que son minoría.


Me gustaría husmear en las mentes de los que hipotecan una página tan importante de su vida por compartir durante interminables horas un asiento de autobús con un niño zampabollos. Los que siguen como terneros lechales una bandera o un reclamo que un tipo lleva de mala gana. Los que soportan en posición de letargo los monocordes relatos de un guía sobre tal o cual ciudad que ya les aburre antes de conocerla. Y solo desean llegar a la siguiente sabedores de que también les aburrirá.

 
Darse un paseo por Europa en tu propio coche y con la persona que compartes la vida, tiene tantos riesgos como sacar la basura por la noche en una zona residencial de alta gama. Planear el garbeo tú mismo es tan goloso como después recordarlo. Casi tanto como el propio paseo.

Tres días cargando las baterías de sol en cualquier lengua de arena del Mediterráneo dan suficiente energía para enfrentar otros quince en lugares nunca antes vistos.

Una buena forma de llegar a Roma es tomando un ferry en Barcelona. Siempre había deseado saludar desde un barco hacia tierra con ese encanto con el que saluda cualquier familia real de cualquier país civilizado. Aunque en tierra no tuviera a nadie a quién saludar. Veinte horas después el ferry te deja a solo una de la capital de aquél imperio que ya no lo es. Allí la gente habla incluso a un nivel más alto que en España. Son bastante perdonavidas y los camareros no ganarían ningún premio a la mejor atención al cliente. Son tan bastardos como nosotros los españoles y eso los hace apetecibles. De esos sitios canallas en los que uno se quedaría a vivir. 

Roma tiene piedras desperdigadas por cualquier lugar. Unas ordenadas y encajadas hacia arriba y hacia los lados. Otras simplemente tiradas en parques o calles a modo de muchas cosas. Tiene tantos vestigios de un pasado, tan extenso como lejano, que es imposible descubrirlos todos. Tantos como caras para mirarlos. En Agosto Roma está rebosante de humanidad. Hay gentes de todos los rincones de este mundo y puede que incluso de otros mundos. Tanta como calor. En Agosto el asfalto de Roma quema bajo los pies y el sol derrite el poco seso que los prodigios constructivos dejan al visitante. Hay obras de arte decorando el menor de los espacios y cuando se pasa delante de un Dalí, un Picasso o un Monet ya nadie le da importancia, porque es tal el cúmulo esparcido de belleza que lo notable parece suficiente. Hay algún paseo, como el de Piazza Navona a Piazza Espagna pasando por el Panteón y la Fontana de Trevi, en el que se podría estar durante días y durante años dando vueltas sin parar y siempre se descubriría algo diferente. Como ocurre con las personas. Los más glotones también podrían pasar días enteros comiendo helado de chocolate en el bar San Calisto. En el Trastevere. 
 
Pero en Roma, como en el resto del mundo, el pasado no solo se encuentra en museos, casonas o castillos. Llevarte recuerdos de tu paso por la ciudad evitando la zafiedad de los centros comerciales o tiendas de souvenirs, es posible en el mercado de Porta Portese. Rastros o Flea Markets son enormes baúles llenos de memoria olvidada. De gente que ha desechado objetos o pertenencias que ya no puedes adquirir en los comercios al uso. Discos, muebles, pasquines de guerra, periódicos anunciando noticias que hicieron historia. Todo mezclado con puestos de ropa de saldo, de gafas de marcas tan falsas como un compromiso electoral, de baratijas que no suelen servir para nada. Entrar en un mercadillo callejero es entrar en otras vidas. En la historia de gentes que venden sus propias pertenencias u objetos que pertenecieron a otros. Que seguirán perdurando aunque sus primeros dueños ya no estén. Y que pasan de mano en mano continuando una interminable historia. Incluso traspasando fronteras.

Poco más de cuatro horas separan Mantova de Roma. Treinta minutos más al norte se encuentra Verona. Las dos ciudades son cariñosas cuando se pasea por ellas. Son como un postre dulzón después de un hartazón de divinidad. Aunque no se haya visitado el Vaticano. Mantova te acoge a través de sus calles cubiertas por arcos, su plaza amable y una iglesia rehabilitada con fraternidad popular. No te pide mucho tiempo para recorrer su centro más histórico, pero te devuelve unas buenas dosis de sosiego que tampoco harán falta en Verona. 
 
Verona es una de las ciudades más interesantes de Italia. No es muy grande y es tranquila. Como en el resto de Italia, no anda escasa de iglesias y palacios. Puentes que cruzan el río Po y puertas que antaño defendían la ciudad. Además tiene el Castelvecchio, un castillo con una interesante rehabilitación setentera. Pero para uno que gusta de espacios abiertos, las plazas de la ciudad, comunicadas todas ellas por estrechas calles, son un recorrido que podría servir de manual sobre cómo organizar una ciudad y que sus habitantes no la deseen abandonar jamás. Erbe, San Zeno, Signori y Brà semejan cuatro salones del mejor de los palacios, cuatro plazuelas por donde pasear como si fuera tu propia casa. El Arena es un Coliseo romano a escala ligeramente más reducida pero con partes mejor conservadas. Si se ven los dos, se pueden recomponer en cualquier cabeza como pudo ser cualquiera de las batallas que allí se libraban. Ahora, el teatro y la ópera le han ganado terreno a los combates de gladiadores. El aforo, tan grande como el número de los habitantes de la ciudad en los tiempos de su construcción.

La frontera entre Italia y Austria, como casi todas en Europa, está unida por una autopista que atraviesa los Dolomitas y sus valles y sus bosques. Pueblos de pocas casas y grandes iglesias salpican el paisaje que, dos horas después de Verona, lleva hasta Innsbruck. 
 
Cualquier latino al que se le informara del presupuesto en limpieza del ayuntamiento de la ciudad, interpretaría que Innsbruck debería de estar sucia. Los datos suelen obviar referencias que los números no pueden contener. Por ejemplo, el civismo inculcado a sus habitantes para con los lugares que no son propios. Los que son de todos. Esos espacios que, en general, el latino piensa que no son de nadie.
Una plaza albergaba durante todo el día una especie de feria con casetas de bebida, comida y productos artesanales. Otra especie de hombre orquesta animaba la noche con temas populares y otros no tanto. La gente bebía. Bebía bastante. Y comía. Sobre todo bratswurts. Los desperdicios no iban al suelo. Ni los vasos, ni los papeles. La franja de edad de los asistentes era amplia. No todo eran ancianas educadas en otro tiempo y con otras disciplinas.
El centro de la capital del Tirol gira sobre el tejado de oro. Si se empieza a recorrer la ciudad casi siempre se termina en la fachada de la casa que un tal Maximiliano se construyó para ver los torneos medievales. La parte vieja tiene abundantes casas construidas en el medievo y se puede ver en media tarde. Hay un teleférico que te acerca a sitios desde donde la vista se puede recrear durante largos minutos. Desde algunas partes del centro también se ve la conocida pista que alberga los saltos de esquí de año nuevo y que la gente responsable suele ver al mediodía.
Yo nunca los he visto.
El siguiente destino es Munich y será la segunda y última parte del paseo por Europa.
 


 

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