1 de septiembre de 2013

JAPÓN: LA SONRISA DEL SOL NACIENTE. Parte 2: Kanazawa-Península de Noto-Takayama

     Salimos del hotel con tiempo suficiente para tomar el próximo tren hacia Kanazawa, pero el tráfico está perezoso y cuesta alcanzar la estación del Japan Rail. El taxista va tranquilo, sus manos están protegidas por unos finos guantes blancos, los asientos del vehículo, parte del salpicadero, de las puertas, también están revestidos por inmaculadas telas blancas. Los japoneses no conducen como los romanos. Son tranquilos, respetan las normas, no usan el claxon y forman hileras para hacer giros que en los países latinos destrozarían los nervios del conductor más flemático.

      Los trenes en Japón funcionan con una puntualidad que a veces preocupa. El andén marca el espacio a cada viajero para que acceda a su lugar reservado. Los que no lo tienen, suelen ocupar los dos últimos vagones. Los vagones estacionan exactamente en el punto preciso donde los pasajeros forman la fila de espera. Filas que todos respetan.
Kanazawa es una ciudad costera del oeste de Japón. Llegamos al medio día y nos alojamos en el Resol Trinity. Cerca de casi todo.
 
      El Mercado de pescados de Omicho es un laberinto de callejuelas interiores. Los ejemplares que allí se venden son muy dispares en formas y tamaños a los que se encuentran en cualquier mercado español. El Mar de Japón, el de China o el Océano Pacífico tienen inquilinos muy diferentes al Mediterráneo o al Atlántico. A la entrada del mercado hay un enorme bloque de hielo para lavarse las manos. También para refrescarse. Allí se puede comer. Cualquier puesto tiene una pequeña barra donde te preparan los pescados que venden. Algunos todavía colean. El mercado es un buen lugar para formarse ideas sobre la población de la ciudad, del país. No solo hay personas de mediana edad que cumplen con la función básica de llenar la despensa. Hay gente joven que queda, va, viene y observa las adquisiciones del día. Como si fuera un espectáculo más. Un concierto, una película o un cómic manga. La gente, a veces, es incluso más interesante que el más excepcional de los pescados.
      El tesoro más visitado de Kanazawa son los jardines de Kenroku-Ken. El nombre es algo así como “jardín de seis”. Seis virtudes que posee y le llevan a alcanzar la perfección: aislamiento, amplitud, artificialidad, antigüedad, agua y buena panorámica. Hay rincones y vistas de elementos entreverados que son difíciles de ver en cualquier otro lugar. La piedra de pequeñas construcciones, el verde de los árboles que se mezcla con tonos rojizos, la madera, el agua que refleja todo lo anterior en estanques que devuelven otra realidad, esos ingredientes que tanto se repiten en el Japón tradicional, aquí están combinados, si cabe, con más elegancia.
      El distrito de las geishas, el Higashi Chaya-Gai son media docena de calles que tienen todos los ingredientes para formar el lugar donde nunca ocurre nada fuera de lo normal. Kanazawa es una ciudad tranquila, con pocos turistas y gente convencional. Los comerciantes son amables y la gente sonríe desde el portal de las casas. Se podría pensar que en el fondo existe una furia contenida a punto de estallar en tus manos, pero cuando un vecino sale a regar las plantas de su portal, las mira, las toca y las cuida como si fueran parte de su ser, o un gato rollizo se despereza ajeno a todo en mitad de la calle, piensas que realmente te encuentras en el país de la inocencia.
     En Kanazawa utilizan láminas de oro para casi todo. Para decorar casas, pasteles, boles de madera. También tienen una producción de bollería tan dulce como sus modales.
      Enfrente, el distrito de Kazue Machiya gai, es un barrio de calles tranquilas donde vive gente común que lleva una vida demasiado común. Ya ha oscurecido y nuestros pasos resuenan en un silencio que muestra caras a través de las ventanas. Nadie pisa las calles. Una anciana, sentada en silla de ruedas al pie de la escalera de un puente que cruza el Asanogawa, nos pide ayuda. Con gestos, sin palabras, creemos entender que necesita cruzar el río. Cuando estamos arriba del puente, nos indica un sitio donde dejar la silla y allí, se sienta frente a la corriente de agua y de aire fresco y nos ofrece, a nosotros y a la noche, una sonrisa de tener todo lo que necesita.
      Si hubiera que catalogar a la humanidad en solo dos partes yo pondría a un lado a los que escuchan música en formato de vinilo y en el otro a los que no. En Japón no solo hay buenas tiendas de lo que aquí llaman “records” sino que el material está en perfecto estado. De vuelta al hotel, cuando el reloj se acercaba a la medianoche, nos hicimos con un buen paquete a precio de ganga en una tienda con demasiados parecidos a la que regentaba Rob Fleming en High Fidelity de Nick Hornby.

      Si hay algo que no me gusta de Japón son sus coches. Al día siguiente, en un concesionario Toyota, alquilamos un Allion con señora dando órdenes en inglés a través de una pantalla, diciendo qué camino debíamos tomar para llegar a nuestro destino. Todo incluido en el precio. No le haremos mucho caso.
      Manejar un automático que no conoces y circular por la izquierda requiere unos momentos de adaptación. Mientras salgo, miro la cara del empleado de la compañía a través del retrovisor. No la olvidaré jamás. Salimos fácil de Kanazawa y tomamos una autovía panorámica y de peaje que bordea la costa oeste de Japón. La velocidad está limitada en la mayoría de tramos a 80 km/h y los conductores lo respetan. Eso permite admirar un paisaje salpicado de algún bañista en las playas, casetas de madera construidas en la arena y verde. Mucho verde. La idea es dejar la autovía cuando se aleje de la costa y continuar por la ruta 249, una carretera secundaria que atraviesa pequeños pueblos de pescadores y llega hasta nuestro destino: Wajima, la población más importante de la península de Noto.
      Algo que nos viene sorprendiendo de Japón es la cantidad de trabajadores que hay en cualquier negociado. En las obras y salidas de garage hay permanentemente varios tipos que regulan el tráfico de los peatones que pasean por la acera. En los centros comerciales, casi hay tantos empleados como clientes. Y clientes hay muchos. Días más tarde, en Tokyo, en una oficina de correos, no tendremos que esperar ni un segundo a ser atendidos. En cuanto entramos, una empleada con muchas dosis de amabilidad, se levanta y nos da la bienvenida. En el mes de julio, los datos de paro en Japón estaban en el 3,8%. Solidaridad y atención al cliente van cogidos de la mano.
      Paramos en un área de servicio. Varios empleados uniformados como agentes de tráfico nos indican donde estacionar. En el parking hay un mapa de la zona y un You are here, en carácteres Kanji. Preguntamos a un chico aislado de sus amigos. Risas de vergüenza, compañeros que renuncian, compañeros que vuelven. Al final, conseguimos entender el nombre de la siguiente salida, miramos en el mapa y es una buena opción para enlazar con la 249.
      Cuando dejamos la autovía vagamos durante casi media hora por caminos que unen grupos de casas que forman pequeños pueblos. Señales de tráfico en kanji nos hacen dudar y nos dan la oportunidad de ver lugares que no visitan los circuitos, de ver gentes que no salen en las guías. Poco después, una señal ya en romanji, nos dirige hacia Togi, pequeña ciudad que envuelve una bahía en forma de media luna y da comienzo a la costa de Noto-kongo.
A la salida de Togi abandonamos la 249 y tomamos la 49 que sigue bordeando el litoral. Desde allí hasta Monzen discurren unos veinte kilómetros de acantilados, de casas con tejados de dos vertientes, de jardines con bonsais, deáguilas apoyadas en vallas que separan el Mar de Japón y la vida cotidiana de gente que vive de la pesca. En la ruta hay un sendero bien delimitado enfrente de un pequeño párking. Comienza con la estatua de un enorme búho y continúa mostrando como el mar entra y sale de los escarpados precipicios, puertas rojas de templos en rocas inaccesibles o panorámicas cada vez más sorprendentes.
                                                
Poco después de que la propia ruta 49 nos lleve a retomar la 249 aparece el presumido pueblo de Monzen. No solo el templo budista Soji-ji es interesante, recorrer las calles que salen de la segunda escuela zen más importante de Japón, es conveniente para desentumecer los huesos. Un puente de madera rojo precede a la puerta del templo. Dentro, te sientes como si el tiempo no hubiera corrido, como si allí dentro nunca fuera a ocurrir una fatalidad. No es un sitio que provoque alegría, aunque tampoco piensas que nadie pueda ponerse a llorar. Es un lugar como impasible, en el que desde el primer momento que lo pisas, ya no deseas salir de ningún modo. Aunque si el momento se alarga, puedes perfectamente llegar a desear no haber entrado nunca jamás. Como todos los lugares sagrados o religiosos, donde siempre encuentras devotos dispuestos a morir, o incluso a malvivir por algo que no existe, porque no se ve, siempre es mejor observarlo todo desde una prudencial distancia.
      Si alguien decide moverse por la zona en las fechas que nosotros lo hacemos, es mejor reservar con antelación. Es la fiesta del Obon y la oferta hotelera no es abundante y está completa. En Wajima nos alojamos en un Ryokan, alojamiento tradicional japonés, situado cerca de las confluencias de las carreteras 1 y 249 que ya en el pueblo son calles. Una señora mayor nos recibe. No habla ni una sola palabra de inglés. Dudamos de que hable japonés. Nos lleva a la habitación, corre la puerta con delicadeza, vuelve con dulces y té, vuelve a correr la puerta y se va con mucha discreción, sin levantar la cabeza. Cuando decidimos salir a visitar el pueblo nos enseña un onsen mientras echa sales al agua hirviendo, nos quedamos, nos bañamos, nos preguntamos si quedará algún ritual más. Nos contestamos que no. Cuando salimos a la ciudad son más de las cinco de la tarde, las calles están vacías y pronto los restaurantes llenos. Caminamos por el puerto, por la zona nueva de la ciudad. Vemos lo que parece un bar, apartamos unas cortinas, abrimos una puerta corredera. Dentro, un pequeño local con cuatro obreros sentados en la barra, dos taburetes vacíos frente a dos cazos con palillos cruzados encima. Es signo de sitio reservado, pero nos cuesta entenderlo. Ahora paseamos por la zona vieja, nos esforzamos en asomar nuestras cabezas en establecimientos escondidos entre rejas, puertas y telas. Todos están desbordados. Volvemos al ryokan. Antes de salir estaban preparando buenos platos de marisco. Completo. Un chico nos acompaña hasta un restaurante cercano, hace de carta de recomendación y nos ofrecen dos sitios. Comemos buenos platos de sashimi (similar al sushi, sin arroz) y al salir metemos los pies en un onsen público de aguas termales. El silencio y la noche se han colado en el pueblo y cuidan de la intimidad de los japoneses a la hora de cenar.
      Todas las mañanas, hasta el mediodía, la calle principal de Wajima se convierte en un mercado de pescados al aire libre. El calor aprieta y ahoga, pero hay puestos de los que es imposible apartar la mirada. Pulpos secos expuestos como telarañas, moluscos que no caben en la palma de la mano, crustáceos vivos que se escapan de cajas de corcho. Nos aprovisionamos de unas buenas raciones de golosinas de mar que comeremos en el coche camino de Takayama. También de un par de botellas de sidra de producción local.

      Salimos de la península de Noto por la carretera del interior, más rápida que la del litoral. Llegamos cerca de Kanazawa hasta enlazar con la Hokuriku Expy, la autopista que viaja hacia el este y luego hacia el norte. El tráfico en nuestro sentido es fluido, pero en el contrario los coches forman filas kilométricas. Al llegar a la salida de Tonami dejamos la autopista e inmediatamente tomamos la carretera 156 que lleva hasta Takayama pasando por Gokayama y Shirakawa-go.
Los dos distritos son zonas montañosas, de carreteras muy estrechas, de pueblos Gasso y, ahora, de mucho turismo aunque soportable. Siempre oriental.
    
La ruta que se adentra en Gokayama desde el norte serpentea por precipicios primero y luego por remansos de ríos. Tiene un puente como el de San Francisco escondido entre bosques y montañas y está salpicada de casas con techos de paja que forman los pueblos Gasso. Su mayor atracción, además del paisaje. En menos de tres horas de viaje hemos pasado del nivel del mar a casi dos mil metros de altitud, con escenarios tan diferentes como la luna y el sol que casi siempre está escondido tras pesadas nubes.
En los pueblos Gasso todavía viven algunos campesinos, pero la mayoría son tiendas de souvenir o locales de restauración. Están cuidados con esmero, con esa opulencia discreta que muestra el Japón rural. Cada piedra, cada casa, cada riachuelo, parecen estar puestos en el sitio y momentos precisos. A pesar del sosiego que domina el carácter japonés, hay letreros que llaman al visitante a una estancia tranquila. Visitamos Suganuma y Ainokura, en éste, antes de llegar al poblado, descubrimos un taller de papel washi.
          
En Takayama dejamos el coche. El Toyota rent-a-car, está pared con pared con nuestro hotel. Cuando salimos a la calle, mapa en mano, mi GPS no funciona como es debido y tomamos la calle correcta en dirección contraria del centro de la ciudad. Cuando entramos en un conglomerado de calles con muchos carriles, áreas de supermercados y gasolineras sabemos que no vamos por buen camino. Entramos en un bar y tomamos una cerveza. Estamos en un barrio de clase media-baja. Aunque aquí, en Japón, la clase baja es prácticamente inexistente. Un error, una oportunidad. En el bar hay dos tipos que charlan y beben cerveza. La camarera nos saca una foto, somos una especie en extinción. La hija de la camarera está enganchada a un programa de televisión, es un reportaje sobre el Ecce Homo de Borja. Se sabe la historia de memoria. Intercambiamos algunas palabras mezcladas con signos, tomamos unas tapas de judías verdes preparadas a modo de cacahuetes, pasamos un buen rato. 
Tomamos la dirección correcta al centro de Takayama. Solo tenemos unas horas para ver la ciudad. Como siempre, hemos dado más importancia al camino que al destino. Un puente rojo cruza el Miyogawa, cristalino y bien surtido de carpas. El puente hace de entrada al centro, la parte más tradicional formada por las calles Ichi, Ni y San-no-Machi. Hay destilerías de sake, además de buenos restaurantes, tiendas y una considerable similitud con la parte antigua de Kyoto, aunque mucho más pequeña. En esta zona hay garages con una altura excepcional que guardan las carrozas (yatai) que se usan en el desfile de la Takayama Matsuri. Muchas de ellas se pueden ver en el museo Yatai Kaikan. La calle principal de la ciudad, la Kokubun-Ji-dori tiene la misma función y perfil que la Shinjo-dori de Kyoto. La sensación de que a Takayama la llegada de turistas occidentales le estaba restando encanto tradicional iba ganando enteros conforme pisábamos sus calles. La orientación de los negocios, sobre todo de restauración, están más abiertos a la calle, sin cuidar la intimidad, aunque sin perder ni un ápice de cortesía. La señal más convincente la tuvimos en la recepción del hotel. El mismo tipo que nos atendió al llegar por la tarde, por la noche nos proporcionó el hielo que enfrió la sidra de Wajima y, a la mañana siguiente, nos sirvió algas, salmón, arroz y sopa de un desayuno japonés. El rictus de su rostro, sin ser tenso, no lucía demasiado relajado.

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